lunes, 23 de julio de 2007

Humo reciclado


Y seguimos reciclando, que es bueno para la salud.
Este año la “Semana Negra” contó con el apoyo de “El Comercio”, diario de Gijón, para editar y regalar su publicación diaria, “A quemarropa”.
Como suele suceder, pocos o nadie dan nada por nada. Así “El Comercio”, en su suplemento “Vivir el verano”, que sale cada día, durante la SN pudo publicar un relato escrito por algún autor de los que concurrían a Gijón. Los elegidos para esta tarea por el dedo de Dios -es decir Paco Ignacio Taibo II- aparte de no cobrar, debíamos atenernos a un tema, una historia ficticia, o preferiblemente real, que nos hubiera sucedido durante el verano.
Yo me di el gusto de contar una historia que hacía tiempo quería contar. Una historia a la que le “entré” varias veces, con poca fortuna, pero que me quedó por allí picando las ganas, porque en su momento me resultó impresionante.
Seguramente la desmemoria y cierta necesidad de empatar con la estética, pueden haber cambiado detalles, pero lo esencial, lo importante, que para contradecir al imbécil del “Principito”, nunca es invisible a los ojos, queda a la vista.


Humo, en el verano del 58

Fueron tres los hombres, fueron tres las mujeres y tal vez sucedió en marzo, mes tercero del verano austral, a las tres de la tarde; cuando supe que la muerte y la locura siempre atacan por sorpresa.
Yo tenía doce años, múltiplo de tres; aunque no venga al caso. Y Tandil era el sitio entre sierras, de la provincia de Buenos Aires, donde pasaba las vacaciones. Tandil era la casa de mis abuelos y la de mis tíos.
El abuelo regaba la huerta, y yo miraba con las manos en los bolsillos. Entonces, por sobre los techos comenzó a alzarse una columna de humo negro, espeso, como de película de guerra, y él dijo:
-¡Se está quemando la casa de Miguel!
Era cierto. A la vuelta de la manzana, por detrás de la casa de mi tío, al fondo de un terreno largo y estrecho donde agonizaba una huerta invadida por la maleza, ardía el rancho donde vivía Miguel. Todavía sin llamas, de los techos ascendía una columna como de petróleo quemado.
A los pocos minutos, cuando el rancho de cartones embreados comenzaba a arder por los cuatro costados, llegaron el camión rojo, la sirena y las mangueras.
Excitado, tropezando con los bomberos, fui de un lado a otro, entre los vecinos que habían abandonado la siesta. La pregunta era si “Miquel” había escapado del incendio.
Miguel, o “Miquel”, como algunos lo llamaban, tenía fama de raro. Vivía solo y, a mis ojos, que un par de veces lo había visto hablar con mi abuelo, aparecía como requemado por la vida. No era extraño. Miquel era checo, o búlgaro, o algo por el estilo que hablaba de una Segunda Guerra feroz, brillante y heroica tal vez en el cine, que había llenado los barcos con inmigrantes muy lastimados.
Hablaba poco y con acento muy marcado. Hasta el día del incendio me era ajeno. Luego, su imagen me acompañaría para siempre.
Porque Miquel era amigo de José, “el Ruso”, que en rigor era polaco, y el Ruso estaba casado con la cuñada de mi tío; y a ese lo conocía bien. Cuerpo de oso bajito, sonrisa tímida, y un castellano lleno de ruidos divertidos. También venía de un pasado del que nunca hablaba. El Ruso se pasaba el día dale que dale al martillo, los clavos en la boca, remendando zapatos ajenos.
El tercero, porque eran tres los amigos inseparables, también era de por ahí, de Polonia, Rumania o Croacia, pero parecía una persona normal, como cualquiera, sin acentos. Del tercero no recuerdo el nombre. Sí, que vivía con su mujer y su hija en una casita blanca, unos cien metros más abajo que mis abuelos, cerca del puente sobre el arroyo.
Con los vecinos en la calle y el agua ahogando las llamas del cartón embreado, los bomberos pudieron entrar al rancho, y enseguida corrió la voz: había un muerto. Un hombre muerto sobre la cama.
-Pobre Miquel -dijo alguien- el incendio lo agarró durmiendo la siesta.
Con los bomberos entraron un par de policías y dos o tres del barrio, para testigos.
Supongo que me lo invento, pero recuerdo que, al mismo tiempo que supe del muerto sobre la cama, también supe que no era Miquel. Que Miquel, un rato antes de que se viera el humo renegrido, había pasado muy de prisa, con un paquete de papel de diario en la mano, en dirección al centro. Y, esto no lo imagino, lo sé, fue la vieja, la desdentada cara de bruja suegra de mi tío que dijo:
-¡Va para la casa del Ruso! ¡Se lo dije, ese hombre está loco!
Y mi abuelo, y mi tío que corrían hacia lo del Ruso, mientras mi tía comenzaba a llorar a los gritos, presintiendo la desgracia.
No podía, no tenía con quien compartir lo que sabía, y vagué sin rumbo, hasta enterarme del rumor confirmado: le habían dado con un martillo en la cabeza. El muerto no era Miquel. El muerto era el amigo de la casita blanca.
Entonces pude ver, en aquella esquina, a las tres mujeres. Hablaban. La mujer y la hija del tercer amigo miraban hacia donde trabajaban los bomberos, y sonreían. La otra mujer les hacía un chiste.
La tercera, cuando pasé a su lado me miró con esa cara y dijo:
-¿Por qué no vas a ver si tu abuelo está en su casa?
Tardé en entender. Pero supe que ella ya sabía quien era el muerto, y que me estaba echando para que no metiera la pata.
Me senté en el umbral y desde allí seguí mirándolas: dos que reían y una que les hacía chistes, porque las otras aún no sabían.
Recién un año más tarde, en las siguientes vacaciones, pude completar la historia.
Miquel, el Ruso y el otro eran inseparables. Se habían conocido en el barco que los traía de Europa.
Miquel, el que no tenía a nadie, había comenzado a decir que lo querían matar. Y se había comprado un revólver. Había dejado el trabajo, abandonado la huerta, y de noche no dormía; vigilaba con el revólver.
El Ruso y el tercero, lo justificaban ante sus familias, que no querían verlo sentado a sus mesas, con esa cara de barba crecida y mirada de loco. Eran amigos.
Un día Miquel supo, o decidió, vaya uno a saber por qué, quien, quiénes lo querían matar. Y llevó al tercero a su casa. Y el martillo, y el fuego quemando la casa pira funeraria. Y el revólver en el papel de diario, y la caminata decidida hacia la casa, el taller de zapatos del Ruso.
Cuando el Ruso volvió a la vida, después de meses y meses caminando, mudo y sordo, por los pasillos del “loquero”, pudo contarlo.
Le vio cara rara, más que de costumbre, cuando entró al taller donde él estaba poniendo tacos a unas botas. Y, sin contestar a su saludo, abrió el papel de diario y le gatilló dos veces el revolver, apuntando a la cara.
Las balas eran viejas, o al Ruso lo protegía un ángel, porque no salió ninguno de los dos tiros y el supo que no era una broma. Que Miquel venía a matarlo.
El Ruso, bajo y fornido como un oso. Miquel alto y flaco, pero loco. Rodaron peleando, uno por su vida y el otro por la ajena, mientras las cuatro balas que quedaban en el revólver cavaban agujeros en el revoque de las paredes y el silencio de la siesta.
Unos vecinos ayudaron a reducir al loco y, entonces, me dijeron, José, el Ruso que era polaco, comenzó a llorar a los alaridos; hasta que cerró la boca y dejó de atender lo que sucedía a su alrededor, por muchos meses.
Los muchos, muchos meses que tuvieron que pasar hasta que preguntó por el tercero. Porque él, de alguna manera, ya sabía lo sucedido, desde el momento mismo en que Miquel comenzó a dispararle.
Eran tres hombres. Tres amigos llegados en el mismo barco. Uno, recuperó el habla y nunca más quiso hablar de lo sucedido. Otro, seguramente se sumergió para siempre en su soledad, en el asilo para dementes. El tercero, murió a martillo y traición, sobre una cama.
Pero lo que más recuerdo, de esa tarde en que la muerte y la locura se me hicieron tan presentes, tan imprevisibles, tan bestias feroces que me dejaban sin defensas, son las tres mujeres en aquella esquina.
La que no sabía que era viuda, la que no sabía que era huérfana, y la que sí sabía y, a su manera, postergaba una muerte haciéndolas reír.