miércoles, 28 de febrero de 2007

Entre la puerta y la pared


(Este texto fue publicado - gracias a la intercesión de Sergio Aquino, asiduo de este blog- en “R de réel”, revista parisina que publicó cada número con relación a una letra del abecedario. A mí me tocó participar en el número “R”, de resístanse, ridicule, r.i.p. o Rubashov. Como los únicos lectores que tuvo fueron quienes lo leyeron en francés, lo comparto con ustedes.)

Rubashov, el ciudadano N.S. Rubashov, no vuelve la cabeza cuando la puerta se cierra a sus espaldas. Ignora el camastro con la frazada gris y camina sin apuro, siete pasos y medio, hasta esa pared con la ventana enrejada que muestra el cielo. Un cielo que ya mismo comienza a negar, porque es hora de trazar una línea y cerrar las cuentas: de esa celda, de ese edificio, saldrá con un tiro en la nuca.
Respira hondo y enciende uno de los cigarrillos que le quedan. Por un instante se le cruza la idea de arrojarlos por la ventana, pero la rechaza. Esas heroicas intenciones siempre se presentan, a traición, en las primeras horas de cárcel; y después se hacen insoportables. Mientras dure el tabaco, fumará.
Gira sobre sus pasos y recupera, paulatinamente, esa manera de caminar la celda que tienen los presos de Berlín, Buenos Aires o Moscú. Pasos de autómata, giros que se repiten ante la puerta y la pared. Un andar que cansa el cuerpo y libera la mente para lo único que importa: el claro espacio que media entre el cero y el infinito.
Rubashov sabe que es el último de aquellos primeros. Stalin liquidó a todos los que ofrecían dudas, y él sobrevivió a la mayoría. Todavía no quiere recordar a costa de qué renuncias, pero lo hará. De eso se va a ocupar Arthur Koestler, que se mira en él como en un espejo. Aunque todavía faltan páginas para eso.
Cuando gira bajo la ventana alcanza a ver como se cierra la mirilla de vigilancia de la puerta. No los escuchó antes.
-Debo de estar perdiendo reflejos –piensa, y agrega con socarronería- Me estoy aburguesando...
¿Este era el resultado inevitable? ¿La revolución devorando a sus hijos? ¿O podía hacerse de otra manera? Rubashov, curtido en la pelea contra los enemigos en las calles, y quemado en la lucha con los propios tras la barricada de los escritorios, sabe que no podrá desprenderse de esa duda. Que le buscará una respuesta cuando duerma, cuando camine esas baldosas, cuando su cuerpo se rompa bajo las manos de los torturadores; y que el punto final lo pondrá una escueta explosión de rabia en el corazón de una pistola. Una pregunta que nunca se hizo le detiene los pasos:
-¿Oiré el disparo, o sólo será como un golpe de oscuridad?
Se saca los lentes y limpia los cristales con el pañuelo, sin necesidad. Vuelve la cabeza en un gesto casual y la mirilla sigue cerrada. Camina hasta la puerta y apoya la oreja en la madera. Afuera, en el corredor, no hay nadie. Un llanto contenido, que quizás no sea un llanto, trata de no sobresalir en el silencio.
Retoma la caminata y la reflexión mientras enciende un cigarrillo. Le duelen los pies. Tendría que haber elegido un calzado más cómodo cuando fueron a detenerlo.
El chino lo observa, sentado en el borde del camastro. El otro, se recuesta bajo la ventana, en el rincón más alejado del cubo que los carceleros le destinaron a las deposiciones.
INTERIOR. DÍA.
(Rubashov, con el cigarrillo en la boca, orina ruidosamente en el cubo. Habla sin girar la cabeza.)
RUBASHOV: Sun Tzú y Nicolás Maquiavelo, supongo...
SUN TZÚ (con un brillo de burla en los ojos): Supone bien.
RUBASHOV: Sólo falta Von Clausewitz.
MAQUIAVELO: ¿Para qué? Ese prusiano no podría encontrar su culo ni con un mapa.
SUN TZÚ (a medias irónico): Ya... Para usted, la política es la continuación de la guerra por otros medios.
MAQUIAVELO: Y también el amor ¿qué duda cabe? (ríe)
La puerta se cierra con violencia. Rubashov se tambalea hasta la cama y se deja caer sobre la frazada. Tiene un rictus de derrota en el rostro muy pálido. Se pasa la lengua por los labios resecos y hace una mueca. Se mete un dedo en la boca y observa la sangre con ojos miopes. Luego enciende un cigarrillo, y se da un tiempo antes de decir:
-Estuve a punto de retractarme, de aceptar que soy un traidor, para que me dejen en paz.
(e-mail de B.B. a Erasmo de Rotterdam) (A:dudas) Nuestro amigo va por mal camino. No se atreve a ser El Que Dijo No.
(e-mail de E.D.R. a Bertold Bretch) (A: Re/dudas) Se dejó atrapar por la Razón. Hay que recordarle que Sófocles hizo el mejor elogio de mi amiga, la Locura: “Cuanto menos sabiduría se tiene, más feliz se es.”
... de aceptar que soy un traidor a la revolución, para que me dejen en paz- dice Rubashov, ahogando la rabia con el humo del tabaco.
Sun Tzú, se despega de las sombras y murmura a modo de sentencia: Cuando estés seguro de que te darán muerte, conserva la cara. Es lo único que te llevarás de este mundo.
-Ya no se trata de vivir... –contesta Rubashov- se trata de saber, y para eso necesito tiempo. ¿Dónde está Nicolás?
LECTOR 1- Cada vez entiendo menos. Esta nota es un caos.
LECTOR 2- De eso se trata. La revolución es un sueño eterno, y los sueños son el caos.
LECTOR 1- ¡Ah! Ya me parecía que... ¿te queda un cigarrillo?
Rubashov camina por un corredor oscuro con las manos esposadas. Sabe que no llegará a ver el final. Antes, en un movimiento sin aviso, el guardia que lo sigue apretará el gatillo. A su lado, Maquiavelo no deja de hablar: El que funda una república y no mata a los hijos de Bruto, gobernará poco tiempo. ¿De los otros que importa? Los hombres perdonan más fácilmente la muerte del padre que una olla vacía. ¿Te queda claro?
Rubashov no tiene fuerzas para contestar, pero piensa: No. Allí estará siempre la maldita piedra, para que tropiecen los que recojan nuestras banderas. Aunque quizás/ GOLPE DE OSCURIDAD. CORTE.
ATARDECER PERPETUO. SÉPTIMO CÍRCULO. FUMAROLAS DE AZUFRE.
(El hombre de barba rala y boina se inclina, y enciende un cigarro en las ascuas en que se tuesta Teresa de Calcuta. Retoma su caminar. El hombre que lo acompaña se levanta la túnica, y sacude el pie para liberarse de un carboncillo que le quedó en la sandalia. Da una carrerita y lo alcanza.)
ERNESTO: No, Dante... no me venga con cambios. El verdadero Infierno es saber que soy una cara en una camiseta. Como esos putos cocodrilos de Lacoste.
DANTE (insiste): Su caso se puede revisar, y yo puedo sacarlo de acá.
ERNESTO (lo apunta con el cigarro y sonríe): Ni se le ocurra. Con los asesinos uno sabe a que atenerse, con los idiotas no hay manera.
(FUNDIDO A NEGRO, MUY LENTO.)

lunes, 26 de febrero de 2007

Derecho de admisión

En este blog no se ejerce el derecho de admisión. Al menos por ahora. Tampoco se "retruca" las opiniones de los lectores. Quedarse con la última palabra es de pésima educación. Más, el gloguista no tiene la mínima idea de cómo se podría eliminar comentarios. O sea que, como dijo el impar Erminio Iglesias, "conmigo o sinmigo" cada uno puede decir lo que se le canta.