viernes, 19 de enero de 2007

Abraceiros


Hace unos años un brasileño se hizo notorio para la prensa porque no dejaba escapar a ningún famoso sin darle un beso en la mejilla. El tipo era capaz de saltar a un campo de fútbol para besar a Pelé o a Ronaldinho, eludir a los gorilas con anteojos espejados para meterle un beso a Bill Clinton, o asaltar el “papamóvil” para el ósculo de rigor a Juan Pablo II.
El sujeto, que decía haber posado su morro hasta en Bush padre, Bush hijo y Bush espíritu santo, era popularmente conocido como “el besuqueiro”.
Recordé al besuqueiro porque la tele mostró a un grupo de ¿abraceiros? repartiendo abrazos a diestra y siniestra en el centro de Madrid.
¿Será culpa de la inmigración? ¡Caray con el intercambio cultural!
Lo curioso es que al grupo de abraceiros le sobraban dos o tres carteles donde proclamaban su intención de dar abrazos gratuitos, y un par de pirados (loquitos, en jerga rioplatense) se los agenciaron para repartir apretones sin sustento ideológico, sólo porque les sobraba el tiempo. Y eso me parece poco serio.
¿Por qué? Porque allá por el sudeste asiático, de los elefantes de Siam hacia la izquierda, hay una señora que proclama su fe en las grandes mejoras para la Humanidad -con mayúscula- que trae aparejado el abrazar a amigos y enemigos. Fe que supongo presente en el primer grupo de abraceiros, pero de evidente ausencia en los que recogieron los carteles sobrantes porque no tenían nada mejor que hacer. Lo dicho, estos abraceiros eran unos improvisados, y así no vamos a ninguna parte.
Al fin de cuentas la fe abraceira tiene un sustento: mientras estamos ocupados en hacernos un nudo con todos los que se ponen a tiro, no nos queda ni tiempo, ni ganas, ni manos para hacer la guerra. Es cierto, los ladrones de carteras y la pediculosis, felices de la vida; pero todo tiene siempre alguna contra.
En todo caso quiero dejar clara mi posición. A la hora de abrazar prefiero ser selectivo. Me niego a que me contagie la tos ferina, o algo peor, el optimismo, por ejemplo, alguien que no sea un amigo o un enemigo conocido.
Sobre todo porque temo la epidemia de legisladores y funcionarios de ayuntamiento empeñados en ser modernos, que se disputarán el honor de hacer obligatorio el abrazo o el beso húmedo, o escarbar solidariamente la nariz del vecino. ¿Que eso nunca sucederá? Se lo digo, ya está jodido; le contagiaron el optimismo.

jueves, 18 de enero de 2007

Nada mejor


Nada mejor que cinco dedos en la mano

No quiero pedir permiso

¿De quién queremos obtener aprobación, cuando damos tantas vueltas para justificar un suicidio? La señora que decidió quitarse la vida en Alicante estaba en su derecho. Y reivindico para mí, y para cualquiera, ese íntimo derecho. ¿Es necesaria tanta cristianización, tanta mística seudo “progre”, para justificar que alguien deje de ser, definitivamente? Una duda me asalta. Si a los voluntarios de la muerte -o como quieran llamarse- les propongo acompañarme cuando me vuele la cabeza de un tiro, porque no soporto más el asco de vivir ¿estarán conmigo, o me exigirán un certificado médico? Si les invito a ver como salto desde quince pisos de altura para estrellarme, sucia, sangrienta y no menos definitivamente contra el asfalto, sin dar cuenta de las razones de mi última decisión ¿estarán allí? ¿O sólo admiten la muerte dormilona de las pastillas, edulcorada con frases tales como “buscar el descanso”? Juro que los comprendería solo si se negaran por razones estéticas. El resto, me parece, es misticismo de culebrón.